lunes, 31 de octubre de 2011

“En ésas nos vi éramos, Chepita” Parte 2

La manera de vivir de los hombres y las mujeres, sobre todo
si pertenecían a las clases pudientes, era observada en todos sus
aspectos, aun en los más íntimos y secretos, por el fisgoneo de
sus convecinos, y nada podían hacer bueno ni malo, que no
saliera a luz corriendo en el acto, como el agua que se desborda,
por todos los recovecos de la ciudad. Claro que se cometerían
los pecados veniales y hasta mortales, y como seres humanos
muchos sucumbirían ante las tentaciones del demonio pero se
temía al escándalo y en tales casos, la maledicencia bajaba la voz
o se callaba del todo, para no pregonar el mal ejemplo.
Y sucedió por entonces un acontecimiento inesperado que
turbó la monotonía del vivir saltillero, como un ruido estridente
en un silencio grato, como una canción alegre en la paz de un
monasterio… Chepita apareció en Saltillo... Andaba, al parecer
entre los veinticinco y los treinta años. En su rostro ovalado y
moreno los ojos oscuros de largas pestañas tenían temblores de
luz, como las piedras preciosas; los labios acorazonados y rojos
se abrían en perenne sonrisa; los cabellos castaños y partidos por
el medio, perfilando la frente, en cuya tersura trazaban las cejas
su curva impecable, se pegaban en ondas las sienes y formaba
en la nuca un abultado moño; la gentil cabeza se erguía sobre
las armoniosas líneas de un cuerpo gallardo, cuyos movimientos
aunaban la distinción y la gracia; el traje de colores vivos, de estilo
más bien popular que señoril, pero sencillo y correcto, dejaba ver
bien los pies calzados con zapatillas de tacón alto, y cubríale el
busto un rebozo tornasol terciado con garbo.
Las primeras veces causó, más que todo, sorpresa; pero días
después cuando pasaba Chepita repicando rítmicamente con
los tacones sobre las losas de las aceras, los vecinos salían a las
ventanas, los transeúntes se paraban, las horteras desatendían
el despacho para verla pasar, y en el Parián las “puesteras” tlaxcaltecas,
hablando en su viejo idioma, se disputaban el gusto
de regalarle las mejores manzanas y las rosas más lindas. Un

domingo que Chepita fue a misa de once, los fieles, desatendiendo
la santa ceremonia, no hacían otra cosa que volverse
disimuladamente a verla, a pesar de que ella se mantuvo con la
corrección y el respeto debidos a la casa del Señor, y nadie rezó a
derechas las oraciones finales, por salir en tropel a pararse en la
puerta y admirar de cerca a la inquietante “fuereña”. Las señoras
principales, sólo por conocerla, visitaban a las vecinas de las
calles que sabían frecuentaba Chepita, y después de mirarla con
avidez, como miran las mujeres cuando aman y cuando odian,
hablaban de ella despectivamente juzgándola más que bonita,
escandalosa, pues vestía de un modo deshonesto y andaba por
todas partes y a todas horas, a veces sola y a veces acompañada,
que no se sabía cuál de ambas cosas fuese la más vituperable. Las
autoridades que se lo consentían estaban faltando a su deber. Chepita,
como todas las mujeres, percatándose al vuelo de quienes la
miraban con afecto y simpatía, les pagaba en miradas y sonrisas
amables; daba conversación a los que se atrevían a acercársele,
que pronto fueron muchos; llegaba con facilidad a la confianza
y a las bromas, y no se extrañaba de una frase imprudente, ni
se enojaba por una proposición atrevida. No tardó mucho en
saberse que hacía excursiones a las huertas, al cerro del Pueblo
y hasta la Boca de San Lorenzo, en compañía de amigos, y que
en su casa, próxima al crucero de las calles del Mezquite y de los
Sauces, se reunían jóvenes, hombres maduros y viejos verdes a
tocar la guitarra, cantar, bailar y jugar a las cartas, amén de lo
que no era posible que saliese a flor de agua.
Las damas de campanillas, pertenecientes a las cofradías y
otras asociaciones piadosas del lugar, a quienes indudablemente
competía el derecho moral de velar por las buenas costumbres,
pusieron las hablillas en conocimiento del señor cura, pidiéndole
consejo, y el señor cura se las comunicó al gobernador, suplicándole
arbitrase el remedio. El licenciado Letona, respetuoso como
el que más de los derechos ajenos, solicitó informes de algunos
de sus amigos, que por alternar con toda laya de gentes, podrían
estar mejor informados; pero como se los dieran contradictorios,
por ser los unos enemigos y los otros parciales de la guapa moza,
comisionó a un corchete de su entera confianza para que, vigilando
de cerca la casa de Chepita, indagara la verdad de las cosas.

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