lunes, 31 de octubre de 2011

“En ésas nos vi éramos, Chepita” Parte 1

El licenciado Don José María de Letona, pariente del excelentísimo
señor Don Juan Ruiz de Apodaca Elisa López de Letona y
Lazqueti, virrey de la Nueva España, anteponiendo la felicidad de
su país a las preocupaciones y vanidades aristocráticas, abrazó la
revolución encabezada por Miguel Hidalgo, y en calidad de asesor
de guerra o algo por ese arte, acompañó al infortunado caudillo
hasta el fin de su gloriosa aventura. Después de la aprehensión
de los jefes insurgentes, el licenciado Letona no logró preservarse
de las represalias que Don Félix María Calleja del Rey emprendió
–táctica peculiar de los vencedores respecto de los vencidos–,
contra todos los que de alguna manera tomaron parte en la
rebelión fracasada; sufrió prisiones y maltratos, y no hubiera
podido escapar de la muerte sin el protector influjo de su pariente
el prebendado Don Miguel Sánchez Navarro. Pero como se había
afiliado al primer movimiento libertador, el licenciado Letona al
consumarse la independencia por el Plan de Iguala, se convirtió
en personaje político importante, como sucede siempre si triunfa
su causa, no digo a individuos de altas prendas morales, sino a
bastos y vulgares sujetos. Y el 10 de mayo de 1831 asumió el
gobierno de Coahuila, entre la general alegría de los saltillenses
que conocían las grandes cualidades intelectuales y de corazón
de su nuevo gobernante.
Era el licenciado Letona un hombre de su tiempo, de arraigadas
convicciones religiosas, fiel observante de rito católico, apostólico,
romano, de intachable conducta pública y privada, no obstante
su romanesca aventura revolucionaria compartida con generosa
ilusión por muchos hombres de su misma contextura moral,
de cultivado talento, ameno trato y bondadoso carácter que no
perjudicaba a la energía, sino antes bien le prestaba el medio de

ejercerse con más eficacia y mayor suceso. Y aunque a veces solía
entregarse a prácticas extravagantes –achaque común a todos los
hombres extraordinarios–, durmiendo en un cajón y pasando los
días subido en una higuera de su huerta, semejantes caprichos no
eran en él sino las excentricidades de una personalidad superior,
que por extrañas que parecieran, no mudaban sus sentimientos
ni perturbaban su juicio.
Tenía el licenciado Letona, como todos los hombres de su generación,
muy viva la conciencia de la responsabilidad y al recibir
la investidura del poder, sabía que lejos de hacer negocio y satisfacer
apetitos –maneras de gobernar que no estaban entonces de
moda–, iba a sacrificar su tranquilidad y sus intereses particulares
a favor del estado, a velar efectivamente por la vida, la honra, la
hacienda y la libertad física y moral de sus conciudadanos. Y se
manejó con tal saber y destreza, que enderezó en breve tiempo
cuanto en las varias incumbencias del gobierno andaba torcido,
particularmente lo que miraba a la seguridad de personas y bienes,
pues persiguió el latrocinio a tal grado, que solía abandonar
por la noche su capa española en los bancos de piedra de la Plaza
de Armas sin que nadie se atreviera a llevársela. Los rateros que
habrían logrado escapar a la terrible batida y que seguían haciendo
de las suyas a la chiticallando, sabedores de que la fina
prenda era de su señoría –en los pueblos cortos nada se tiene en
secreto–, se guardarían muy bien de tocarla para no dar señales
de vida. Después de la guerra de independencia y los trastornos
políticos que la siguieron, la ciudad de Saltillo había vuelto a su
quietud habitual. Echada en el declive de su loma, ceñida de huertas,
oreada por el aire fresco y saludable de la sierra, saboreaba
su vida mansa, sin ambiciones febriles, ni prisas fatigantes… La
misa de alba, el trabajo moderado que daba lo preciso para vivir
sin exigencias ni fantasías, la sabrosa charla de los estrados, los
yantares sobrios, el santo rosario al anochecer y la paz del sueño
cuando la campana mayor daba la queda y se oían los primeros
pitos de los serenos… Nada turbaba el sosiego de los ánimos, si
no era a veces el eco de las contiendas lejanas y el temor de las
correrías de los salvajes. Ricos y pobres sabían mutuamente de
memoria, y sin que se enfriaran las cordialidades del trato ni la
estima verdadera, las murmuraciones de los unos a expensas de

los otros eran sabrosas y entretenidas. Todo se sabía mediante
un sistema de información, que mal año para los más perfectos
de los tiempos modernos. La vida de los pacíficos saltillenses semejaba
un juego de cartas donde nadie puede llamarse a engaño,
sin astucias que valgan ni estratagemas que sirvan.

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