No fue de provecho la medida, pues el espía sólo pudo informar al
gobernador lo que éste ya sabía, que la visitaban Fulano, Mengano
y Zutano, que hacían dentro bastante mitote de música, charla,
cantos y risas, y que al sonar la queda, salían los que habían
entrado y Chepita cerraba su puerta y apagaba la luz; que si más
tarde regresaban algunos, ello no le constaba, pues no habiendo
sido iluminado el barrio y estando la casa tan cerca de la esquina,
que volver a ésta y entrar en aquélla, era todo uno, sólo parándose
en la misma puerta –para lo cual no estaba autorizado–, podría
saberse si había entradas y salidas clandestinas. El licenciado
Letona se hallaba perplejo, pues si aquella señora se ponía en
una nota de color subido en el higiénico medio tono de la vida
saltillera, él, como gobernante no podía atropellar los derechos
de nadie ni proceder en detrimento de persona alguna, por humilde
o despreciable que fuera, sino en los casos de un delito bien
comprobado o de una transgresión ostensible de la moral y las
buenas costumbres. Meditaba resuelto a esperar mejor coyuntura
para emplear medidas de rigor, cuando un día, al llegar a su casa
un tanto fatigado por estarse en verano y venir de cuesta arriba
a pie –el oficio no daba en aquellos tiempos para usar coche–, su
mujer le condujo a la alcoba matrimonial, revelando en actitud
disgusto y preocupación. Y tras cerrar la puerta, le anunció que
iba a comunicarle algo muy grave relativo a Paquito.
Por aquel entonces, era éste su único hijo varón, muchacho de
doce años, bien desarrollado y guapote, carrilleno, de grandes ojos
garzos, rojos los mofletes, rubio el cabello, naturalmente ondulado,
y unas gruesas y bien hechas pantorrillas, que para sí las quisieran
las chicas mejor dotadas. A pesar de su edad, aún andaba de corto
y siempre al cuidado de una nana indígena –cara de ídolo, trenzas
sueltas por la espalda, rebozo azul, enaguas plegadas y zapatos
de gamuza–, y ella lo desnudaba en la noche para meterlo en la
cama, lo levantaba y lo vestía, lo llevaba a la escuela y lo acompañaba
a todas partes, cogiéndolo de la mano para atravesar las
calles, y evitándole comer golosinas a deshoras, ensuciarse la ropa
y amistarse con chicos de dudosas costumbres.
–¿Pero qué es ello? –preguntó ansiosamente el licenciado Letona.
–Figúrate que esta mañana, cuando el niño regresaba de
la escuela, lo encontró esa Chepita, esa mala pécora que tanto
escándalo mueve sin que tú la reprimas, cosa que ya te tiene a
mal todo mundo…
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