El licenciado pretendió hablar, tal vez para disculparse; pero
la señora, con un gesto, le indicó que esperara.
–Y acercándose a él –continuó la dama–, le acarició la cara
y el pelo, le dijo que el gobernador tenía un hijo muy chulo, le
dio un par de besos en las mejillas y le regaló un cucurucho de
caramelos…
El licenciado, alzando las manos que tenía apoyadas en las
rodillas, hizo un ademán de desolación.
–Y es lo más grave que el niño desde la mañana, no habla
sino de Chepita; afirma con un fuego, que yo no le había conocido,
que es bonitísima, y simpática, y cuando la nombra,
se ruboriza hasta la raíz del pelo. Se enfurruñó y me dio una
respuesta grosera cuando le advertí que Chepita es una mujer
vulgar, de malos sentimientos, y que no merece la estimación de
las personas decentes.
–¿Cuál es la respuesta?
–Que las señoras que vienen a casa son más vulgares y malas,
porque sin ser tan guapas como Chepita, ni andar tan limpias
como ella, se pasan el tiempo murmurando unas de otras, y a
pesar de que meriendan y comen aquí muchas veces, a él nunca
le han dado ni un pedazo de charamusca.
Leve sonrisa de satisfacción por la agudeza del chico, iluminó
la faz preocupada de ambos esposos, y alivió pasajeramente la
solemnidad de la escena.
–¿Y la nana qué dice? ¿Acaso no pudo evitarlo?
–La nana –replicó irónicamente la señora–, se muestra también
encantada, y jura y perjura que las caricias que Chepita
hizo al niño nada tienen de malo, y que esa perdida es preciosa
y muy buena.
–Se pondrá remedio –afirmó el licenciado, ya convencido.
–Pero pronto, hijo mío, para que la cosa no pase a mayores; no por
Paquito, que ya sabré yo cómo me las arreglo para evitar esa clase de
encuentros, sino por los demás que están o pueden estar en pecado,
y también por el buen nombre de tu gobierno. Acabo de consultar al
padre guardián y al señor cura, y ambos opinan que no dejes pasar
más tiempo sin aplicar a esa mala mujer el correctivo que merece.
Aquella misma tarde dio orden el gobernador para que a la
mañana siguiente se llamara a Chepita. El licenciado Letona que
había estado en la guerra y tratado trascendentes negocios con
personajes de viso y peligrosos bandoleros, ante la proximidad
de su entrevista con aquella moza vulgar, sentía sin saber por
qué causa, una molestia recóndita, una indefinible inquietud
que, enervándole, no le permitían concentrar su atención en sus
labores habituales. Cuando abrieron la puerta para dar paso a
Chepita, penetró precediéndola un aroma suavísimo que recordó
al licenciado Letona el de la flor de los huizaches en primavera.
Indicó a Chepita un asiento y fingió que leía el oficio, para tener
tiempo de serenarse y observar a hurtadillas a la terrible diablesa.
De su callado examen sacó por consecuencia que la fama se había
quedado corta, pues en verdad, era bella la moza y tenía, además,
un singular atractivo. Allá por las honduras de su ser masculino,
sintió el licenciado Letona algo así como un grato cosquilleo; pero
hombre virtuoso, acostumbrado a vencer los instintos malsanos,
ahogó con un acto de voluntad aquella sensual complacencia.
–¿Es usted Chepita? –preguntó cortésmente.
–Para servir a Dios y a usted.
–¿De dónde es usted?
–De aquí .
–¿Cómo entonces no se le había visto hasta ahora?
–Hace años que me fui a vivir a México…allá me casé…
Se murió mi marido, que de Dios goce…
–Amén.
–Y me decidí a regresar a mi tierra.
–¿Vive usted sola?
–Sí, señor.
–¿Qué no tiene usted parientes?
–No, señor.
–¿Y de qué vive usted?
–Coso ajeno y trabajo donde me ocupan.
–Eso produce poco, debe usted tener otras ganancias, a juzgar
por su traje, sus afeites y su perfume.
–No crea, Usía, señor Gobernador, el rebozo me lo compró
mi difunto, que de Dios goce…
–Amén.
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