–El perfume, yo misma lo hago con las florecitas amarillas de
los huizaches… me enseñó un italiano, y si viera Usía que es fácil y
no cuesta casi nada… El vestido … Tóquelo Usía… es de indiana de
a real… Y los afeites, no los uso, pues mis colores, aunque esté mal
decirlo, son naturales como puede Usía convencerse si quiere.
–No… No es necesario –prosiguió el licenciado próximo al
espanto–. Me informan que además usted se pasea por lugares
apartados, acompañada de sus amigos, y los recibe por las noches
en su casa, donde hay música, vino y baraja.
–En cierto modo, no lo han engañado a Usía, y en cierto modo
sí… Es verdad que tengo amigos y que salen a pasear conmigo
y van a mi casa a divertirse… Son gentes que me han mostrado
cariño, y claro, no voy a hacerles un desaire, pero ni en el paseo
ni en mi casa hacemos nada malo… Usía puede convencerse, si
gusta, yendo a pasar el rato con nosotros.
–Gracias… no es para tanto… Probablemente es cierto lo que
usted cuenta…. Pero vox populi... vox Dei…
–¿Cómo dice Usía?
–La voz del pueblo es la voz de Dios, y ésta la condena a usted.
Es, pues, absolutamente preciso que deje ese modo un poco estrafalario
de vestir, que se ponga una falda más larga y una blusa más
alta y se cubra con un rebozo negro; que no salga a la calle sino
para diligencias indispensables... nada de paseos ni cosas por ese
arte, y menos acompañada... Despida a los amigos, ciérreles definitivamente
la puerta de su casa y entréguese al trabajo, que no ha
de faltarle, y a las prácticas piadosas, frecuentando los sacramentos
y tomando como director espiritual a cualquiera de los reverendos
padres de nuestro Señor de San Francisco. ¿Me entiende?
–Sí, señor –contestó Chepita compungida, con la cabeza inclinada,
los ojos bajos, más colorada que de ordinario y haciendo
dobladillo el extremo del rebozo.
–Pues de lo contrario –prosiguió el gobernador, poniendo
mayor severidad en la voz y marcando las palabras con el índice
de la mano derecha–, me veré en el penoso deber de desterrarla,
no sólo de la ciudad, sino del estado… Medite lo que le he dicho,
y vaya usted con Dios.
Chepita se encaminó a la puerta, enjugándose las lágrimas con
fino pañolito de seda randado, que esparció más intensamente
el aroma de la flor de los huizaches. En el umbral se detuvo,
volviéndose al licenciado Letona que puestas las manos en los
batientes, se disponía a cerrarlos.
–Estoy pensando –le dijo entre sollozos–, que si soy tan mala
y perniciosa, que por eso no me quieren aquí, lo mejor es que
me vaya, antes de que Usía me destierre…Y esté Usía seguro de
que lo haré muy pronto.
–¡En ésas nos viéramos, Chepita! –exclamó el licenciado, cerrando
la puerta.
No se sabe si la guapa Chepita cumplió su propósito de marcharse
o se plegó a los consejos del licenciado Letona; pero la frase
final de éste: “En ésas nos viéramos, Chepita”, perduró como un
modismo local, ahora casi olvidado, para significar el deseo, y al
mismo tiempo la duda, de que se verifique una cosa.
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