lunes, 31 de octubre de 2011

E Callejón del Oso

La historia colonial de Saltillo, por todos los conceptos interesante,
está íntimamente ligada a los nombres que la tradición, las costumbres
y los acontecimientos iban dando a las calles de la nueva
villa, a medida que ésta se formaba y crecía.
En aquellos tiempos no eran los honorables ayuntamientos
quienes bautizaban las calles, los ranchos y los pueblos, sino los
mismos hechos de la vida social, que impresionaban el sentimiento
y excitaban la imaginación popular.
A finales del siglo xviii, el Callejón del Oso, que hasta hoy conserva
su nombre, se hallaba en el extremo noreste de la villa, donde
empezaban, alterándose, yermos barriales y espesos bosques de
huizaches y mezquites que se extendían hasta la falda de la sierra
de Arteaga. En ese callejón formado por jacales de palma y una
que otra casita de adobe, vivía una familia de menesterales, un
matrimonio con dos hijos; un muchacho de diez y ocho años, y
una niña de cinco. Eran de oficio caleros.
En el cocedor excavado a modo de chimenea, en cercana barranca
del arroyo de la Tórtola, un vivo fuego de llama alimentado constantemente,
debía arder 24 horas, bajo una bóveda de piedras azules,
hábilmente acomodadas, hasta que éstas, reblandeciéndose, se abrieron
como bollos de harina. Mientras el padre atizaba la lumbre, el muchacho
arrimaba las ramas cortadas en los matorrales vecinos.
Y sucedió una vez que cuando ya declinaba la tarde, el mozo,
acompañado de la niña, se alejó hasta las orillas del bosque, para
arrimar a la caldera la última leña. Juntaba las ramas que había
cortado, cuando oyó un grito de espanto. Era de la niña que se
había quedado esperándole en un sitio próximo.
Corrió a ver qué pasaba y vio que un enorme oso negro estaba
destrozando a su hermana. Impulsado por el instinto y el valor de
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la gente avezada a luchar por la vida, se arrojó sobre la fiera, dándole
varios golpes en la cabeza con el machete, obligándolo a dejar
el cuerpecito hecho pedazos.
La tremenda noticia se esparció prontamente por el vecindario;
unos les creían, otros lo ponían en duda y sólo era evidente para
los habitantes del barrio que supieron el suceso en labios del mozo
y vieron tendido en el jacal de la familia del caldero, el cadáver
ensangrentado de la niña.
Al día siguiente, unos campesinos de los ranchos inmediatos a la
villa hallaron al oso, ya muerto, al borde de un estanque, a donde
seguramente le había llevado la sed de la agonía. Desde entonces,
aquel callejón se llamó “Del Oso”.

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